Se sabe que llevamos ejecutando grabados de pies desde, al menos, el Neolítico, como evidencian un par de podomorfos esculpidos en un ortostato del dolmen de Petit Mont (Arzon, Francia). Durante las edades del Bronce y del Hierro debió de ser una práctica bastante extendida, en especial en el occidente europeo. Abundan en castros, estelas y multitud de lajas al aire libre. También aparecen en templos romanos y, más tarde, en estelas medievales.
Pero, ¿cuál era su significado? A lo largo de la Historia, los sucesivos habitantes de estos lugares no tuvieron reservas en desarrollar teorías que hoy nos resultan estrafalarias. Así, nacen los conocidos como “vestigia pedis”: improntas de los pies dejadas por personajes ilustres, con especial foco en los religiosos.
Según la tradición, en el Monte los Olivos, en Jerusalén, se conserva una huella de Jesucristo antes de ascender al cielo.
De Francia nos llega el milagro de San Medardo, que medió entre dos hermanos dejando su huella en piedra para dividir la tierra que se disputaban.
En Huesca proliferan las leyendas de peregrinajes de santos que dejaron sus huellas: por Sabiñánigo pasó San Úrbez y dejó su impronta apoyado en su cayado. Se cuenta que bajo un caxigo cercano se esconde un tesoro de oro —otro de los clásicos mitológicos de nuestras tierras—.
En África se han encontrado multitud de grabados de pies, algunos en zonas de paso, que se han interpretado como ritos mágicos de toma de posesión o incluso para alejar los malos espíritus, a los que aún temen los habitantes de la zona de la Cueva del Diablo junto al yacimiento de Leyuad 1 (Sáhara occidental).
En leyendas medievales irlandesas, galesas y escocesas se habla de ritos de coronación que podrían retrotraernos a ceremonias célticas. Del condado de Sligo en Irlanda nos llegan leyendas de unos pies grabados donde se coronaba al rey. Heredera de esta tradición podría ser la historia que cuentan de la Peña da Elección en Cabanas (A Coruña) donde, junto a una marca en la piedra similar a un pie, se elegía antaño a los alcaldes.
En Portugal y la fachada occidental española predominan las hierofanías: apariciones de vírgenes descalzas o a lomos de una mula —cuando figuran también marcas de herraduras—, de santos o del niño Jesús si son de menor tamaño.
En España, además de la Virgen, encontramos huellas de romanos, de santos y, en especial, de los “moros” o “mouras”. Abundantes son en tierras castellanas las pisadas de los caballos de Santiago, de Roldán y del Cid, normalmente atribuidas a caprichos naturales con forma de pezuña o herradura.
En el País Vasco existe un corpus prolífico de pisadas de santos, héroes y engendros que Erkoreka recogió en su Catálogo, si bien la mayoría parecen cazoletas de origen natural o cortes de canteros, no podomorfos en el sentido que nos ocupa. Sí resultan de interés las leyendas asociadas, que nos hablan de encomendaciones a santos o a la virgen con extraños rituales para pedir por la salud o la fecundidad, así como historias de lamias y gentiles.
Las huellas gigantes se suelen atribuir a moras y otras criaturas mitológicas, como es el caso de la Peña de los Moros en Santa Eulalia (Huesca), en la que una princesa mora que no quería casar con su prometido saltó desde el castillo, dejando en la roca impresos sus pies. De nuevo, un vistazo a esas “huellas” sirve para constatar que no tienen forma de pie.
Otras muchas huellas que aparecen en el folclore parece que se han perdido, porque sobre ellas se erigieron templos: un buen ejemplo es el castillo de Peñaranda sobre la huella del diablo, o el templo sobre las huellas del dios budista Shiva en el pico del mismo nombre.
En ausencia de leyendas, otras veces disponemos de una herramienta potente para identificar posibles sitios arqueológicos: la toponimia. De los pies del romano en Cabuérniga (Cantabria) conservamos solo el nombre. La atribución a los romanos probablemente proceda de alguna leyenda ya perdida, si bien el pequeño tamaño de las pisadas parece más de niño o de mujer que de un soldado romano.
Así hemos interpretado los podomorfos a lo largo de los siglos, engalanándolos de espiritualidad y leyendas fantásticas que, probablemente, poco tengan que ver con su significado original.
Pero volvamos, durante unos instantes, a esos niños que pisan el cemento fresco. Hace 16.500 años, unos niños de seis o siete años decidieron, en uno de los sectores más oscuros de la cueva de la Garma (Cantabria), dejar solo las huellas de sus talones en la arcilla. Nos recuerdan a otras en Tuc D’Audoubert (Francia), también de niños y junto a los famosos bisontes esculpidos en arcilla. ¿Juego o rito de iniciación? La interpretación de los grabados tiene que enfrentarse casi siempre a este dilema. Si uno pregunta al lugareño que frecuenta los montes donde se esconden los petroglifos, probablemente le dirá que son entretenimiento de pastores. Y, en muchos casos, no le faltará razón, vistas las numerosísimas firmas y dibujos con fechas recientes que pueblan el monte. Otras, el origen es más incierto.
El primer escollo para la interpretación de estos grabados podomorfos es la datación. Normalmente, los petroglifos aparecen en lajas al aire libre, sin secuencia estratigráfica o restos de materia orgánica que permitan asignarles una fecha. Por ello, su datación se ha venido realizado por análisis de los motivos representados, superposiciones y comparación con otros grabados más fácilmente datables.
En la Península Ibérica el grueso del fenómeno se adscribe a la Edad del Bronce, con pervivencias hasta el Hierro. Los petroglifos más famosos son los de la fachada atlántica, fenómeno conocido como petroglifos gallegos, si bien en Portugal también abundan. En sus paneles de granito al aire libre pueden verse laberintos, concéntricos, animales como ciervos y serpientes, algunos podomorfos y panoplias de armas. Son estas últimas las que dan la clave para la interpretación cronológica de muchos paneles.
Las funciones asignadas por los arqueólogos a los petroglifos podomorfos varían enormemente en función de la región y del autor. En épocas históricas se documentan podomorfos como los de los templos romanos (Itálica, Baelo Claudia…) con inscripciones votivas a diosas, como una encomendación o exvoto por parte de los viajeros; o los de la cueva de aguas milagrosas de San Michele en Cagnano Varano (Italia), donde los peregrinos grababan el contorno de sus pies.
Al adentrarnos en la Protohistoria, las funciones se desvelan más esquivas. La proximidad de paneles con podomorfos a cursos de agua ha llevado a algunos autores a interpretarlos como santuarios; mientras que si descienden, como es el caso de los Escandinavos, representarían a los muertos realizando su viaje al otro mundo. Este viaje “infernal” lo encarna el barco solar tantas veces reproducido en el arte rupestre nórdico y que, en muchos paneles, acompaña a los podomorfos. En el Valle dei Segni (Valcamonica, Italia), la homogeneidad de tamaños de pies en edad púber conduce a pensar en ritos de paso a la edad adulta.
En algunos casos parece que la posición de los podomorfos presenta una orientación preferencial hacia determinados puntos cardinales que pueden asociarse a fenómenos astronómicos. Así, en los podomorfos del norte de Portugal predomina la orientación noroeste, hacia la puesta de sol del solsticio de verano; mientras que los de los ríos Ceira y Alva se orientan preferentemente hacia el sureste y el noroeste.
Los podomorfos ubicados en rocas elevadas, tales como altares, suelen fecharse en la Edad del Hierro y algunos autores los relacionan con ceremonias de entronización. Estos rituales serían comunes en el ámbito celta y vendrían explicados en algunas leyendas de la mitología insular, en las que los pies de los reyes cobran protagonismo. El mayor exponente de esta teoría es la Peña de Santa María (Salamanca), un magnífico asiento sobre el que aparecen grabados los pies, una mano y los genitales. Los autores Santos-Estévez y García-Quintela relacionan este trono con una hierofanía del dios Lug.
La estación más sobresaliente de podomorfos de la Península es Fraga das Passadas, en Portugal. Noventa y nueve pies en la roca, algunos superpuestos, evidenciando la fosilización de un rito que quizá podría explicar otro yacimiento luso, el del monte Colcorinho en la sierra de Açor: durante la luna llena más próxima al solsticio de verano se realizaba una peregrinación al monte. Los rapaces y mozas solteras de varias aldeas vecinas se reunían en una caminata para ver el sol naciente en el monte de Colcorinho. Según la tradición, los peregrinos, normalmente mozas casaderas, bebían el agua de la Fonte da Estrela de Alva, en Vide, y hacían una promesa a la señora de Colcorinho. En agradecimiento por lo concedido, volvían al monte a pie y grababan podomorfos e inscripciones a lo largo del camino.
También se encuentran pies esculpidos en estelas, desde las sandalias de Gomes Aires y Ervidel (Portugal), datadas en la Edad del Bronce; a estelas discoideas como las navarras, de época medieval, que podrían representar el oficio del difunto —zapatero— o alegorías de peregrinación.
Sin embargo, el yacimiento más abundante en pies de España se encuentra en Canarias: los petroglifos de Tindaya (Fuerteventura), con más de trescientos podomorfos. La querencia de los aborígenes por los grabados es poco conocida pero prolífica, y su investigación se ha intensificado en los últimos años. La montaña de Tindaya pudo ser un lugar sagrado, de contacto entre dioses y hombres. La mayoría de los podomorfos se orientan hacia algunas cumbres como el Teide o al ocaso del solsticio de invierno. Sus interpretaciones varían entre ritos propiciatorios, culto a los antepasados e incluso pactos.
De vuelta en la Península, los petroglifos ibéricos no se remiten al área atlántica y lo mismo aplica a los grabados de podomorfos. Las décadas de prospección y estudio del fenómeno petroglífico en Galicia y Portugal han aportado abundante bibliografía y conocimientos al respecto, suscitando incluso el interés del público general: los laberintos de Mogor, la Pedra da Serpe en Corme, los grabados de Gargamala y los ciervos de Campo Lameiro son paradas bien conocidas para el turista curioso. Un trabajo de puesta en valor envidiable que debería servir de ejemplo para otras regiones.
Mientras, la vasta mayoría de los petroglifos de la Península languidecen en el olvido, muchas veces en manos de aficionados que se estrellan contra el techo de la burocracia, cuando no simplemente ocultos, esperando un ojo avieso que sepa ver lo que es, lo que fue.
Desde los ciento treinta y tres podomorfos de Valderredible y ayuntamientos próximos, a los impresionantes altares y algún podomorfo de Mata de Alcántara recogidos por Alberto Durán, a los más recientes encontrados por Joaquín Díaz en la Sierra de Ávila.
De todo ello se desprende una distribución global de pies, seguramente más unida a la aptitud de la roca para conservar el grabado —con preferencia por el granito, la arenisca o la pizarra— que a límites administrativos e incluso regiones antiguas.
Centrándonos en la zona de la cabecera del Ebro, cuyo estudio de aproximación a los podomorfos se publicó hace unos meses (Rivero y Rodrigo, 2023), encontramos pies de todas las formas, tamaños, tipos y orientaciones. Un excepcional panel con sesenta y tres podomorfos descalzos de niños, tan perfectos y detallados que podrían confundirse con huellas. Una posible piedra juntera entre cinco pueblos con diversos pies y una mano. Un pedestal junto a una ermita extinta con una pareja de pies con los dedos diferenciados. Peñazapatos, único topónimo con referencia expresa a los pies, que alberga decenas de zapatitos grabados con tacón y puntera… Valderredible es una tierra marcada por los pies en todos sus extremos que, sin embargo, no conserva leyenda alguna. Las funciones votivas, territoriales y de nombramiento surgen como posibilidades. Mientras, estos enigmáticos grabados, que podrían retrotraerse al Bronce, al Hierro y extenderse hasta épocas recientes, esperan su momento. Una investigación en profundidad que los caracterice, los feche y los ponga en su lugar como el recurso arqueológico valioso que son. Como tantos otros grabados de la Península.
Los petroglifos podomorfos son el registro del pasado teñido a veces de prodigio. Fuente de información sobre nuestros ancestros, cuando conseguimos asomarnos a su interpretación: nos hablan sobre sus ritos, creencias y temores. Conforman también nuestro paisanaje más reciente que, aunque pueda parecer un artefacto supersticioso, es parte fundamental de nuestro lore, en grave peligro de extinción. Son, en definitiva, una firma de esos niños que hace dos, tres, diez mil años dijeron: “Aquí estoy. Y mi huella trascenderá”.
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